Doña Petrona C de Gandulfo

Dejó la cocina y la vida, que para ella eran una sola cosa, cuando ya su reinado había sido dominado por la tendencia de chefs, gourmands y restaurateurs, y por la inexorable censura del colesterol y las calorías. Doña Petrona C. de Gandulfo es a la cocina argentina lo que a sus respectivos géneros son Quinquela Martín, El Chúcaro, Canaro y Chuenga.
Cada mañana y cada tarde mantenía su inalterable ritual de salud: tomar un vaso de whisky on the rocks. La receta la empujó a vivir hasta los 95 años, hasta aquel 6 de febrero de 1992 en que el corazón se cansó de bombear.
En su vasta casa en Olivos, de dos plantas y doce ambientes, confesaba sentirse cada vez más sola; aunque su vínculo con Juanita, su inseparable ayudante, aún le permitía ensayar esa actuación de reina entre tiránica y tierna que los televidentes prehistóricos veían con curiosidad en blanco y negro desde sus televisores tamaño bañadera.
A los 87 años, tan secretos como algunas de sus recetas sagradas de las que sólo daba indicios básicos, todavía fumaba y parecía gozar con los montones de puchos que dejaba con la marca del rouge de rojo tan intenso como la sangre en los ceniceros que ella misma esparcía por donde pasaba.
Cuando la conocí a causa de una entrevista, en junio de 1985, sus ojos vivaces se notaban tan pequeños y sus párpados tan finos como si el tiempo los hubiera ido amasando como ella amasaba aquellas masas de hojaldre para el apfel strudel, que adquirían el finísimo espesor de una lámina.
Lucía aún ese porte de reina plebeya que había logrado convertir a la cocina casera en una monarquía femenina cuya doctrina se asentaba en El libro de Doña Petrona, que apareció en los años 30, y cuyos 5000 ejemplares se agotaron en un mes, anticipándose a ese tipo de éxitos de marketing que hoy exigirían consultores y sondeos.
"Creo -me dijo aquella tarde de hace 14 años- que deben haberse vendido unos tres millones de ejemplares. Y salvo el Martín Fierro -ironizó, tocándose el collar de perlas de tres vueltas, como sintiendo pudor por la soberbia- debe ser el libro argentino más vendido de cuantos se han editado".
El libro llegó a tener unas 800 páginas y más de 3000 recetas, y ya deben haberse impreso unas cien ediciones.
"Ni a escobazos me llevaban a la cocina", confesaba una y otra vez en sus reportajes, y contaba cómo en su casa materna de Santiago del Estero, donde había nacido, pretendían sin éxito inculcarle la devoción por la cocina como don para atraer a los hombres. No obstante, el destino la llevó a trabajar en la primitiva Compañía de Gas para enseñar a usar las nuevas cocinas, y desde entonces su rechazo acabó siendo su oficio.
A ella, que venía de una tierra casi sin agua y obviamente sin mar, le atraían los crustáceos, las ostras, los mariscos servidos con champagne francés, antes que parvenus insolentes lo pusieran de moda combinándolo con pizza.
Sus empanadas santiagueñas alcanzaron a ser tan célebres como las chacareras de los hermanos Abalos o como las termas de Río Hondo. "Cuando veía que en la mesa alguien cortaba las empanadas con cuchillo y tenedor -sentenciaba- no era más mi invitado".
No dudaba en usar ese tono de maestra disgustada con los malos alumnos. Sus rabietas públicas con Juanita, ante algún error de ésta, fueron parte de su estilo espontáneo que al final mitigaba con algún dejo de ternura, aunque siempre sin ceder el lugar del trono que ocupaba.
Entre un mar de anécdotas, contaba cuando con su auto rozó al del ex jugador y técnico de River Angel Labruna y éste, sin saber quién era, la mandó a que mejor se dedicara a la cocina. Precisamente a eso es a lo que se dedicó toda la vida. Y aunque en la última etapa, ya acosada por la civilización light y por el terror que imponían a las siluetas recetas que incluyeran montones de panceta, manteca y aceite, alivianó su cocina de las altas calorías, pero nunca terminó de aceptar que el futuro culinario sería amenazado por el look de la anorexia.
Para no ceder a la nostalgia se mostró dispuesta al cambio y publicó un libro junto con el doctor Cormillot en el cual, obviamente, reconoce las nuevas tendencias naturales que toman conciencia del valor nutritivo de los distintos alimentos. "Pero antes el puchero era un plato cotidiano, lo mismo que la comida criolla -decía-. Ahora apenas se sientan a la mesa y ante la fuente ya empiezan a calcular las calorías del chorizo colorado y se desalientan..."
Su hijo, Marcelo Francisco Gandulfo, fue su administrador en la última etapa. En su cocina-taller de la calle Billinghurst, en barrio norte, Doña Petrona siguió impartiendo clases ya alejada de la televisión. "Cuando yo empecé a trabajar de ecónoma no era bien visto que las mujeres dejaran la casa para ganarse la vida: vivían bajo la sombra protectora del hombre. Mi trabajo no fue por vocación, sino por necesidad de ser independiente." Sus empleadores la enviaron a aprender cocina a la Academia del Cordon Bleu; en un acto con público organizado por la revista El Hogar mostró por primera vez sus dotes de comunicadora. De mensajera de olores, aromas y sabores. Era picante y amaba los picantes. Tuvo dos matrimonios y a esa edad en que se dice todo lo que se piensa dijo sin ínfulas, como quien dice algo natural como el aire: "Siempre gané mucha más plata que mis maridos, pero supe ubicarme y darles a cada uno el lugar de señor de la casa".
Ella en la cocina fue más: fue la reina.
La pionera Comparada al presuntuoso estilo de los años 90, de chefs estilizados, jóvenes, con vestuario de elite, afán de artistas plásticos y ajenos al sudor proletario de las hornallas históricas, Doña Petrona es una reina casi folklórica: jamás pisó Europa. "Unicamente viajé dos meses a los Estados Unidos -me había dicho entonces-. Elegí lo moderno".
Para demostrar su modernidad se ufanaba de hacer autocrítica: "Donde antes ponía veinte huevos descubrí que ahora puedo evitar diez", decía, como un poeta que reconociera modestamente que a su libro de poemas es mejor quitarle la mitad de las páginas.
Emy de Molina, con otro perfil, se aproximó a su liderazgo, sin alcanzarlo. Blanca Cotta, más tarde, se consagró como recetadora, aunque sin pretender ya compartir aquel insuperable podio legendario donde Doña Petrona era la única.
Doña Petrona en plena gloria no vacilaba en registrar dos números de teléfono en la guía para responder a consultas. "¿Cómo voy a abandonar a una recién casada a la que se le quema la comida o a una señora que tiene invitados y a la que no le sale la receta? De día y de noche van a tener mi respuesta".
Robusta, o gordita, vivió al mismo tiempo que Victoria Ocampo y Alicia Moreau de Justo, de géneros casi antagónicos al que emblematizó Doña Petrona, pero parientes cercanas en esa especialidad que se reparte entre tan pocos: la de pionero.
Nada de guiso La famosa C. de su apellido es de Carrizo, mientras que Gandulfo, el que acabó popularizándose, correspondía al de su marido. "Nunca -dijo en 1985- quise ser otra cosa que ecónoma", calificación que prefería diferenciar de cocinera y de chef. "Y nunca quise cocinar para otros privadamente. Siempre cociné para enseñar a cocinar a los demás".
Había en ella un aire altivo, una simpatía distante, una conciencia de su protagonismo monárquico. Hacía poco se había quebrado la rodilla y se ayudaba con un bastón que balanceaba en su andar con la vehemencia con que debía manejar el cucharón y la espumadera.
Desde la pantalla se comunicó con las mujeres argentinas de más de tres décadas. El feminismo, el tailleur y el attaché, el fitness y el escaso rango que a partir de los años 70 se adjudicó a la tarea de las amas de casa no competían en su época con su empeño en consagrar la cocina casera como la asociación perfecta con el trabajo del hombre fuera de la casa.
"Siempre me decían que era una creadora cara -dijo, enfatizando la palabra creadora-. Y tenían razón. ¿Qué les va a preparar Doña Petrona? ¿Un guisito de morondanga?".
La cocina, con rostro de mujer Petrona tuvo -y tiene- notables sucesoras. Muy importante fue Marta Baines, una mujer que le dio estilo al arte de cocinar. Lo divulgó con el charme que ella sola podía tener, tan casual como sus chemisière de seda natural, su collar de perlas cultivadas o su peinado que respondía a lo que se usaba en Europa. Sabía comer, beber y, sobre todo, compartir mesas con amigos donde la comida era un tema de cultura y clase, sin pasar necesariamente por el caviar y el champagne...
Las letras fueron su encuentro con el espíritu del mundo. La cocina y los viajes, el complemento que enriqueció la sensibilidad de esta inolvidable periodista y gourmande que a través de sus crónicas en La Nacion, de sus demostraciones culinarias por televisión en Buenas tardes mucho gusto y de su asesoramiento a empresas, matizó el arte de cocinar y recibir con el conocimiento sobre qué se comía en el mundo.
Leerla era un placer. Escucharla, un deleite para los sentidos. Marta conjugaba la delicada sencillez de los que saben con la inteligencia de los que practican el fino sentido del humor. La risa era su compañera de ruta donde todo estaba bien... aunque no lo estuviera.
Abrió cocinas tan lejanas como las del Lejano Oriente; divulgó recetas desconocidas por estas tierras como las tripes à la mode de Caen, donde el mondongo pasaba a ser un plato refinado; incitó a descubrir el sabor de los kartoffel (papas) a través de las recetas practicadas en su mesa familiar. Hablaba idiomas y con ellos nos introdujo en estilos e ingredientes de otros continentes. Cursó economía doméstica en Suiza, cocina en París con el gran Curnonsky y decoración con los mejores maestros franceses y fue representante de América latina en la Federación Internacional de la Prensa Gastronómica y Vitivinícola con sede en París.
De la cocina, dijo: "Puede ser sinónimo de buen gusto aun sirviendo arroz con leche. Si bien hoy ya no se come como antes, quien se interese por ella sabrá que está en sus manos modificar un acto que dejará de ser aburrido con sólo aportar los cambios creativos que cada época va introduciendo". Amaba la música, de Schubert a los Beatles.
El prefacio de su Gran Libro de Cocina fue escrito por Miguel Angel Asturias, Premio Nobel de Literatura y amigo personal de la periodista. Del libro, dijo don Miguel: "Hay manjares que necesitan la charla picaresca, aguda, otros el recuerdo de anécdotas y otros el memorar viajes que traigan a cuento manjares degustados en lejanas latitudes... De esos secretos está condimentado el libro que ahora nos entrega Marta Baines. Mis abuelos comían en los templos, mis padres en casa y yo donde el manjar sea bueno, porque voy de camino".

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=211878

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